Érase una vez un país tolerante y pacífico, cargado de historia y de sol, de casas blancas, coronadas con brillantes depósitos y llamativas parabólicas, encaramadas en áridas y serpenteantes colinas, plagado de montañosos desiertos de colores, desiertos amarillos, negros y rojos, un país pobre, sin agua, sin recursos naturales, un país en el que de tarde en tarde aparece un llamativo e inusual color verde, un escualido rio o un precioso mar azul.
Un país tranquilo, poblado por personas orgullosas que transmiten una sensación calma y relajada, que gustan de la broma y que no escatiman sonrisas, que dan la sensación de vivir sin prisas, sin agobios, contentos con lo que tienen, no se ven caras tristes, parecen bastante felices y parecen buena gente.
Un país en el que confluyen y conviven todos los tiempos. Dromedarios y Mercedes, asnos y Toyotas, oriente y occidente, chilabas y minifaldas, jaimas y palacios, mujeres tapadas salvo los ojos y mujeres con minipantalones, monarquía todopoderosa y elecciones al parlamento y ayuntamientos, pasado y presente.
Un país con ciudades que no son bonitas, son feas, no tienen apenas monumentos ni recorridos turísticos, pero tienen vida, mucha vida, como gigantescos hormigueros repletos de seres moviéndose en todas las direcciones. Ciudades sempiternamente invadidas y destruídas, casi siempre por la mano del hombre y en ocasiones por los terremotos.
Un país amable, acogedor, que apuesta por el futuro sin olvidar el presente, buen vecino de sus vecinos y amigo de casi todos.
Un país
árabe llamado
Jordania, cinco millones de habitantes, tres de ellos viven en solo dos ciudades. Su territorio es desértico en un 60% y sólo el 20% está cultivado. Tiene 26 universidades, la mayoría públicas. Un sistema sanitario gratuito y suficiente. La religión es mayoritariamente musulmana aunque existen significativos colectivos cristianos en las ciudades bíblicas. Un buen país.
