Problemillas de junventud
No lo pongo en duda, si así lo afirman por algo será, pero a mí que no me busquen. Aún no me he recuperado del trauma que me creo mi señor padre el día que, siendo el que esto escribe un tierno infante, solemnemente me comunicó que me tenían que operar de fimosis.
El anuncio me dejó hecho polvo, imaginaba temeroso el proceso operatorio y, automáticamente, el problemático órgano disminuía de tamaño hasta casi desaparecer dentro de mi cuerpo, como si se tratara de una operación de camuflaje se minimizaba hasta límites insospechados. El sádico cirujano no podría encontrarlo.
Pero, a la vez, era consciente de que si mi señor padre tenía razón -y los padres siempre tenemos razón- yo tenía un serio problema funcional. Algo había que hacer para resolver el posible problema sin tener que perder parte de mi anatomía de forma tan fría y cruel.
Pensado y hecho, me puse manos a la obra (nunca mejor dicho) constatando solo unos tímidos avances en la necesaria solución. Empezaba a preocuparme, pensaba que tendría que someterme al odiado y temido bisturí. Casi lo tenía asumido cuando la diosa fortuna me deparó mi primera experiencia sexual compartida. Era la prueba de fuego, la verdadera hora de la verdad. El primer intento no funcionó, me dolía y aquello no funcionaba como era preciso. No quedaba más remedio, pasaría por la maldita operación, lo primero era lo primero. Pero en un segundo intento noté como algo estaba cambiando, un leve crujido acompañado de un extraño dolor confirmó mis pensamientos. La estela de sangre que mancho tímidamente las sábanas revueltas fue la prueba contundente. ¡Había perdido la virginidad! y de paso mi pequeño problema.
Fue un gran día.
